Surfeando en tiempos revueltos

covid
Si alguien, hace dos meses y pico, nos hubiera avisado de lo que estaba a punto de pasar, le hubiéramos tomado por loco, merecedor de la más profunda y oscura habitación del manicomio más cercano.

El confinamiento comenzó, y los parques se quedaron sin niños, los bancos sin ancianos, las iglesias sin sus fieles, y las olas sin sus surfistas.

La estampa nunca vista de olas solitarias rompiendo en cada pico fue objeto de deseo de muchos, pero solo algunos se atrevieron a romper la prohibición. Salieron en su busca agentes de la ley, barcos, e incluso helicópteros, ante la crítica de propios y extraños a este deporte. Fotos de detenidos por el simple hecho de surfar se multiplicaron en diarios y revistas, e incluso se disparó a matar a un surfista que se había saltado el confinamiento en Costa Rica. Era de locos.

En aquel momento el COVID-19 se llevaba más de 1.000 personas por día en España. Todos (casi) estábamos concienciados y nos mantuvimos encerrados en casa, mirando atontados las webcam mientras nuestro traje de surf se iba acartonando por el paso de los días. Apareció la vieja del visillo en cada barrio, en cada casa, en cada esquina, pegando gritos desde su ventana, o grabando con el móvil, a cada acción incívica que observaba.

La comunidad surfera se volvió a comportar de manera ejemplar, pese a el ansia viva de todos y cada uno de nosotros por entrar al agua, aunque fuese un baño rapidito.

Y llegó la desescalada, y con ella la confusión y el caos.

Se nos había tratado a todos los surfistas por igual, y por ello permanecimos unidos. Pero en cuanto se permitió surfear a unos si, a otros no, afloró lo peor de nosotros.

Primero dejaron surfear a las personas residentes en los municipios costeros, eso si, sin coger el coche. Estampas nunca vistas, surfistas andando o en bici, playas solitarias. Parecía un sueño. Aunque claro, era un sueño para unos pocos.

Luego se les permitió ira al agua a los surfistas de municipios aledaños, pero si eran federados podían coger el coche, aunque claro, si todavía estabas en fase 0 y la luna estaba en cuarto creciente, te tenías que quedar en casa.

Todo era confusión. La gente no sabía si tenía permitido surfear o no. Devorábamos con avaricia los Boletines Oficiales en busca de algún dato, algún resquicio legal, que nos dejara acercarnos a la playa, y sin darnos cuenta nos convertimos en expertos abogados, estudiosos de cada legajo que llegaba a nuestro correo.

Y las federaciones, ay las federaciones. Se encontraron con que los que tenían un carné pagando unos cuantos euros al año tenían más derechos que el surfistas común. Les cayeron palos por todos lados cuando a estas, y hablo de las de surf, nadie las consultó para tomar este tipo de decisiones.


Se les acusó de peseteras, de solo mirar por los intereses de unos pocos. Pero, y siempre dentro de mi opinión, ¿hay algún tipo de organización, exceptuando a ellas, que defienda y mire por los intereses de los surfistas? No lo creo. Aunque también pienso que estas deberían aprovechar la ocasión para volver a conectar más con el surfista medio, y no fijarse tanto en competiciones y surfistas de alto nivel. Eso les haría tener más adeptos.

Y sin darnos cuenta pasamos de la noche a la mañana de olas solitarias a la mayor congestión en los picos que nunca se haya visto. El gobierno decidió que solo se podía hacer deporte entre las 6 y las 10, y las 20 y las 23. Nos apiñamos en olas de medio metro, peleamos como si no hubiera un mañana, y el ambiente de hermandad y de comunidad duró lo que dura un suspiro.

Cualquiera que tuviera una tabla de surf se lanzó al mar con ella. Y es que está prohibido bañarse pero no hacer surf.

El "dale, dale" se convirtió en el "voy" de siempre, y lo que aprendimos en estos dos meses de confinamiento se olvidó al segundo baño.

El agua sigue siendo salada, las olas siguen rompiendo, la sensación de surfear sigue siendo indescriptible.

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