Las dos holandesas y la tabla voladora no identificada

sopelana

Un baño no siempre sale como uno espera, o como uno quiere. Son los imponderables del surfing.


El sol se dirigía lentamente hacia el horizonte mientras conducía nervioso camino de la playa.


Sabía que había baño, me lo habían chivado por whastsapp, y que siendo viernes la gente iba a tener el mismo plan que yo. Quería adelantarme.


Tuve suerte. Cuando llegué al aparcamiento de la playa tan solo tuve que dar un par de vueltas para conseguir aparcar el coche en una estrecha plaza. Salí de refilón dandole un pequeño golpe a la puerta del coche de matrícula extranjera que estaba a mi lado. 


Abrí el capó y comencé a darle la vuelta al traje de surf. Todavía húmedo, me recordó que el día anterior también me pegué baño, uno bastante malo pese a que las olas no estuvieron mal. Tenía que resarcirme.


No miré cómo estaba el mar. Sabía que iba a entrar sí o sí. Tenía libre la mitad de la tarde y sabía que si me ponía a mirar se me iba a ir un tiempo precioso que podía invertir en pillar olas. Y es que además el sol estaba cayendo. ¡Maldito cambio de hora!


Me subí el traje hasta la cintura, saqué ansioso ya la tabla de la funda y le comencé a aplicar en círculos otra capa de parafina a la tabla, mientras algún conocido de la playa, de esos a los que saludas sin saber su nombre, pasaba dando botecitos ansiosos hacia el agua. "Se está llenando", pensé.


La tabla ya tenía suficiente parafa. Cerré el coche, me subí el traje y eché a andar. A medio camino me paré un instante al darme cuenta que se me había olvidado, otra vez, ponerme crema de sol. No iba a volver solo por eso.


Dejé la tabla en la orilla. Mientras calentaba haciendo unos molinillos con los brazos intentaba decidir dónde entrar.


Un par de salitos en unas espumas con la tabla en mis manos y ya estaba remando hacia el pico.


Pronto me dí cuenta que estaba peleándome por olas malas con gente a la que doblaba la edad, en medio de la corriente, que no paraba de remar, y que no me lo estaba pasando bien.


Decidí cambiar de aires. Remando mansamente  me dirigí sin destino. Mi nuevo plan era buscar un lugar más tranquilo, ponerme algo más abajo, y no parar de pillar olas.


Después de descartar un par de sitios llegué a un lugar que me gustó. Tan solo había un puñado de corchopanes flotando mansamente y otros pocos surfistas tan perdidos como yo.


Eran dos holandesas. Las dos rubias que no paraban de hablar, como sí estuvieran sentadas plácidamente en una cafetería de Amsterdam. Vestían dos trajes de surf oscuros con ribetes tribales estilo Roxy.


Mientras estaba esperando a que llegara la serie no pude evitarme en detenerme en los enormes pechos de la chica de la derecha. Grandes y aplastados por la presión del traje de surf, rebosaban hacia los lados como si se hubiera puesto un flotador y este se le hubiera subido hasta los sobacos.


La llegada de una serie me hizo volver a enfocarme en lo que había venido a hacer. Como esperaba, no consiguieron pillar la primera. Esta era para mí. Corrí un poco la ola, intenté un giro, y me caí.


Recogí mi tabla y empecé a remar. En ese momento me di cuenta que la siguiente ola, más grande que la anterior, la estaban remando todos los presentes. Las dos holandesas, otro más con un corchopan e incluso dos corcheros que habían llegado de la nada. Mientras intentaba esquivar a las chicas tirándome a la derecha ví como otro corchopan no identificado clavaba toda la punta en la espuma justo frente a mi, haciendo que la tabla volara por los aires sin control.


Un "sorry" bien pronunciado y la cara de susto del propietario de la tabla fue suficiente para no pedir ningún tipo de explicación, pero sí para preguntarme qué estaba haciendo allí.


Las olas eran malas y pequeñas, y el agua estaba abarrotado de surfistas. Fue entonces cuando me dí cuenta que lo que tenía que hacer era disfrutar del rojizo y espectacular atardecer que se me había ofrecido, de la fortuna de estar allí para contemplarlo, y claro, del recuerdo de pechos de la holandesa.


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